En agosto de 1988 el senador electo Porfirio Muñoz Ledo recibió en la sala de su casa de San Jerónimo a un enviado de Miguel de la Madrid. Poco tiempo después de la polémica elección del 6 de julio, el secretario de Desarrollo Urbano y Ecología, Manuel Camacho Solís, intentó convenir los términos de su participación en la Cámara alta.
“Yo seré senador de cuerpo entero y haré lo que mi conciencia me dicte” –le espetó Muñoz Ledo–. El encuentro fue tenso. Pero el principal ideólogo del Frente Democrático Nacional no despidió de inmediato al también operador de Carlos Salinas. Con ademanes enérgicos, se puso a disertar sobre los procesos de transiciones democráticas en el mundo y, de repente, se paró de su silla para llevar a su interlocutor a un anaquel de su biblioteca de más de siete mil libros.
“Mire, para qué le damos vueltas, lo que necesita el país es hacer las cosas con grandeza”, –señaló un libro y le propuso un pacto de cambio de régimen al estilo portugués–.
Veinticinco años después, Camacho Solís, hoy senador del PRD, recuerda que aquella convicción democrática lo dejó marcado. “A mí me dice todo esto y me causa un tremendo impacto, a tal grado que dos días después me entrevisto con el presidente (Miguel de la Madrid) y le propongo que hagamos el Pacto de la Moncloa, yo ya no me refería a Mário Soares (presidente portugués) pero era lo mismo”, subraya Camacho Solís.
Como se sabe, el planteamiento para encontrar una salida a la crisis institucional quedó en letra muerta, pero Porfirio recurrió a un ideal que a punto de cumplir 80 años de edad, y 50 años de intensa carrera política, sigue anidado en su cabeza.
Porfirio recibe a Enfoque en la biblioteca estilo Barragán de su casa en Lomas de Chapultepec. Está rodeado por bustos de personajes como Miguel Ramos Arizpe, Pancho Villa, José Morelos y Pavón, Napoleón Bonaparte, y que comparten el espacio con fotos personales con líderes internacionales y libros de derecho, historia universal, relaciones internacionales y arte.
Vestido de traje, Muñoz Ledo acaricia un cigarro con sus dedos temblorosos que dejan asomar uñas bien cuidadas. Ha cambiado los Benson & Hedges que fumaba en 1986 frente a los estudiantes de la Facultad de Derecho de la UNAM por unos Marlboro. Está más delgado que en sus años de vigor político, su rostro refleja el paso del tiempo y su tic de morderse y mojarse los labios se ha hecho más frecuente. Porfirio ya no es el mismo. Lo sabe y lo sufre. Sabe que su pasión por la grandeza y los hombres de acción sigue intacta, pero que no cuenta con la misma energía, la misma salud ni el tiempo para alcanzarla.
“Mi peor defecto es la impaciencia, siempre fui muy impaciente, pero mi mejor virtud, hablo en tiempo pasado, fue la voluntad de hacer cosas que fueran importantes, la voluntad de estar en la historia”, reflexiona.
En cinco décadas, cambió al menos tres veces de domicilio, se divorció en dos ocasiones y saltó de un cargo a otro sin hacer pausa alguna, porque una de sus virtudes ha sido la de reinventarse hasta en los peores momentos. Fue el primer senador de la oposición en 1988, el primer mexicano en dirigir dos partidos políticos nacionales y el primer presidente de oposición de la Cámara de Diputados, en 1997.
Pero también ha cosechado frustraciones y tropiezos. Figura ineludible de la política mexicana, con una longevidad envidiable, Porfirio es también un ave fénix que se quema las alas al poco tiempo de renacer: fue el promotor de la transición democrática con Cuauhtémoc Cárdenas y el negociador de la reforma electoral de 1996, pero no pudo cumplir su sueño de ser Presidente, ni pudo ser el padre intelectual de un nuevo Constituyente. Sus amigos atribuyen esto a la envidia que lo rodea; sus adversarios, a su complicada personalidad.
Brillante, culto, audaz, inigualable, gracioso... sus cercanos lo definen con estos y otros elogios, y resaltan sus múltiples facetas: maestro, funcionario público, constructor de instituciones, intelectual, parlamentario y diplomático. Y destacan una característica notable: su probidad en un país donde políticos mediocres ostentan riquezas inexplicables. A pesar de haber ocupado cargos de alto nivel, no se le conocen propiedades en San Diego o Miami, ni siquiera en Acapulco. Porfirio, por su parte, asegura vivir de sus ingresos como conductor de televisión y conferencista.
“Es un mexicano ilustradísimo en un país que no tiene memoria, es el mexicano más reconocido en el mundo diplomático internacional, pero le han regateado sus logros y el reconocimiento porque son chiquitos. No lo han dejado ser un hombre de Estado”, sostiene uno de sus mejores amigos, el politólogo y poeta Arturo González Cosío, quien fue compañero suyo en la Facultad de Derecho de la UNAM.
Sus adversarios, en cambio, subrayan sus defectos: prepotente, altanero, vanidoso, ególatra, histriónico, exagerado, desmedido. En una acalorada sesión de la Cámara de Diputados, en octubre de 2011, el priista Julián Nazar lo definió en una frase por la que después tuvo que disculparse: “si le hiciéramos un examen de sangre a Porfirio, 90 por ciento sería alcohol y 10 por ciento botana”.
Uno de los pocos amigos que le queda en el PRI, el ex senador y ex cónsul de México en Brasil, Luis Martínez Fernández del Campo, asegura que a Porfirio le hubiera gustado ser un “André Malraux a la mexicana” o el gran político que el filósofo español José Ortega y Gasset describe en su ensayo Mirabeau, el arquetipo. Porfirio conoció al famoso político y escritor francés en sus tiempos de agregado cultural de la embajada de México en Francia y fue incluso su guía turístico por el Museo Nacional de Antropología cuando en su calidad de ministro de Cultura galo visitó México en 1966.
Porfirio genera pasiones encontradas y a lo largo de su vida se ha hecho de muchos enemigos. Traidor para el PRI, se convirtió en un personaje criticado en las filas del PRD por haberse sumado al foxismo en el 2000. Su regreso junto a Andrés Manuel López Obrador en la campaña del 2006 y su elección como diputado federal por el PT por la LXI Legislatura (2009-2012), le valieron ser tildado de oportunista por miembros de la corriente Nueva Izquierda y de golpista por parte de los panistas, que no le perdonaron sus llamados insistentes a que Felipe Calderón dimitiera.
Quizá el reflejo más claro de la falta de reconocimiento político por parte de sus pares sea el que en el salón Presidentes del CEN del PRI no figura su retrato en el lugar que le correspondería, entre Jesús Reyes Heroles y Carlos Sansores. Sí están, en cambio, los retratos de Roberto Madrazo o Humberto Moreira, defenestrados pero incondicionales del priismo. O el de Cristina Díaz, que dirigió el partido tricolor apenas 11 días en diciembre del 2012.
Y en el PRD, que Porfirio contribuyó a fundar en 1989, el que ostenta el cargo de “líder moral” es el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, con quien tiene una larga lista de desencuentros.
Hoy en día, otro dato lo distingue: el abismo generacional que existe entre él y dos personajes de poder: el presidente Enrique Peña Nieto, a quien ha visto en contadas ocasiones, y el jefe de Gobierno Miguel Ángel Mancera, quien le encomendó la reforma del Estado del Distrito Federal.
Porfirio, el admirador de la grandeza, piensa en el retiro: “he pensado en la jubilación. En realidad es muy difícil en la vida pública jubilarse, más bien lo jubilan a uno. Sí, ésta es la última función que pienso desempeñar”.